Ixtapaluca, Méx.- Era ya de noche cuando Anabel, una niña de 13 años, esperaba a su amiga Diana afuera de la letrina que sus compañeras del campamento católico montaron en un llano del ejido Pinagua.
Estaba oscuro y hacía mucho frío, cuando vio acercarse a un hombre vestido de negro y le preguntó “¿Quién eres?”, sin esperar lo que venía: “¡Quédate quieta y cállate, pendeja!” Así empezó la ruta de más de nueve horas de pesadilla.
“Bájate, pero despacio y si te bajas corriendo te doy un balazo”, le ordenó el hombre, uno de los 12 que integraban el comando que asaltó, la noche del jueves, la acampada del Movimiento de Juventudes Cristianas. El campamento, de unos 300 metros cuadrados, fue instalado a las nueve de la mañana del pasado lunes dentro de este paraje, en el ejido San Martín Cuautlalpan, municipio de Valle de Chalco, Estado de México. La zona colinda con el parque turístico El Colibrí, un rincón que combina llano y bosque y cuya entrada, en el kilómetro 56 de la carretera México-Puebla, está marcada por un arco de piedra.
Y uno de ellos estaba ahí, sobre un montículo elevado, afuera de la letrina, amenazando a Diana y Anabel.
Sin voltear atrás, ellas corrieron hacia el campamento donde encontraron algo peor: afuera de las nueve tiendas de campaña, estaban bocabajo y quietas sus 74 compañeras —mujeres de entre 12 y 18 años— más el grupo de 11 invitados, todos varones. Anabel vio a cada una de sus colegas que formaban parte de los eslabones Java, Córcega, Escocia, Fidji, Ellesmer y Nanshan, células de organizaciones más grandes dentro del movimiento juvenil católico, llamadas cadenas: “ Las mujeres estaban en un círculo y los hombres en hilera. Todos estaban con una persona que les estaba apuntando”.
No pudo ver más. El hombre le exigió que se mantuviera agachada. “Me puse a rezar y me dijeron que me callara. Recé sin abrir la boca”.
Uno del comando disparó al aire. Otros le siguieron y pidieron que les dieran todo objeto de valor: joyas, celulares, arracadas, dinero. Uno de ellos preguntó quién era la jefa y una de las representantes del grupo —de las mayores—, se levantó. Guiados por ella, los agresores entraron tienda por tienda y hurgaron en las mochilas hasta juntar el botín: 15 mil pesos en efectivo, 40 teléfonos celulares y 40 cámaras de video. No estaban satisfechos.
“¿Quién más trae celular?”, gritaron. Anabel no pudo dejar su honestidad a un lado: “Yo”. Un hombre la llevó a la tienda. La pesadilla se volvió infierno.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó uno de ellos, que portaba chamarra naranja y tenía el rostro cubierto con un paliacate rojo.
—Doce, mintió ella, pensando que tendría piedad.
—Está bien.
Y enseguida sintió sus manos tocándola con violencia en la vagina, los pechos y el trasero. Ella temblaba sin contener el llanto. “Ni aguantas nada”, le dijo él en el oído. Después la pateó en el estómago y las nalgas. “Ni aguantas nada”.
Dos de sus compañeras también fueron llevadas a las tiendas. Al final, siete fueron agredidas sexualmente; tres de ellas, con penetración.
Anabel no sabe bien qué pasó instantes después. Lo que sí recuerda es verse de nuevo bocaabajo, en el frío, junto a sus compañeras. Los hombres fueron golpeados también. A uno de ellos, de los mayores, un agresor le colocó su pistola entre las piernas y cortó cartucho.
—¿Con que no son maricones? Pues esta noche se van a hacer.
Accionó el gatillo. La bala no salió.
Los agresores les hicieron una advertencia: “Quédense hasta las seis, porque otros más locos sí los van a matar”. Y también les dieron una explicación: “Todo por votar por ese mariconcito como presidente”.
De pronto hablaban en dialecto. “No se les entendía”, relató Anabel. Y entre ellos, una mujer: “Escuché que se reía y que uno le dijo "sosténme esto, mi amor”.
El comando se fue alrededor de la una de la mañana. Se llevaron también un Chevy y un Pontiac. Aunque el acceso oficial es solo por una puerta de candado, que abre desde hace un año don Juventino —un hombre elegido por cuatro organizaciones de ganaderos—, hay otras rutas por las que pudieron haber salido.
De acuerdo con guardias comunales de Ixtapaluca y Río Frío, a esa zona también se llega por caminos desde Tlalmanalco, Amecameca y San Martín Texmelucan. Las primeras investigaciones arrojaron que, a 200 metros del campamento, se encontraron amarres de caballos: desde ahí pudieron haber visto el campamento los agresores que, esa noche del jueves, decidieron llevar a cabo el ataque.
Siete y media de la mañana del viernes. En medio de un frío atroz, las mujeres de la jefatura ordenaron a las jovencitas y los invitados que se colocaran sus tenis, tomaran una cobija y comenzaran el descenso de siete kilómetros y medio hasta la carretera.
Estaba oscuro y hacía mucho frío, cuando vio acercarse a un hombre vestido de negro y le preguntó “¿Quién eres?”, sin esperar lo que venía: “¡Quédate quieta y cállate, pendeja!” Así empezó la ruta de más de nueve horas de pesadilla.
“Bájate, pero despacio y si te bajas corriendo te doy un balazo”, le ordenó el hombre, uno de los 12 que integraban el comando que asaltó, la noche del jueves, la acampada del Movimiento de Juventudes Cristianas. El campamento, de unos 300 metros cuadrados, fue instalado a las nueve de la mañana del pasado lunes dentro de este paraje, en el ejido San Martín Cuautlalpan, municipio de Valle de Chalco, Estado de México. La zona colinda con el parque turístico El Colibrí, un rincón que combina llano y bosque y cuya entrada, en el kilómetro 56 de la carretera México-Puebla, está marcada por un arco de piedra.
Y uno de ellos estaba ahí, sobre un montículo elevado, afuera de la letrina, amenazando a Diana y Anabel.
Sin voltear atrás, ellas corrieron hacia el campamento donde encontraron algo peor: afuera de las nueve tiendas de campaña, estaban bocabajo y quietas sus 74 compañeras —mujeres de entre 12 y 18 años— más el grupo de 11 invitados, todos varones. Anabel vio a cada una de sus colegas que formaban parte de los eslabones Java, Córcega, Escocia, Fidji, Ellesmer y Nanshan, células de organizaciones más grandes dentro del movimiento juvenil católico, llamadas cadenas: “ Las mujeres estaban en un círculo y los hombres en hilera. Todos estaban con una persona que les estaba apuntando”.
No pudo ver más. El hombre le exigió que se mantuviera agachada. “Me puse a rezar y me dijeron que me callara. Recé sin abrir la boca”.
Uno del comando disparó al aire. Otros le siguieron y pidieron que les dieran todo objeto de valor: joyas, celulares, arracadas, dinero. Uno de ellos preguntó quién era la jefa y una de las representantes del grupo —de las mayores—, se levantó. Guiados por ella, los agresores entraron tienda por tienda y hurgaron en las mochilas hasta juntar el botín: 15 mil pesos en efectivo, 40 teléfonos celulares y 40 cámaras de video. No estaban satisfechos.
“¿Quién más trae celular?”, gritaron. Anabel no pudo dejar su honestidad a un lado: “Yo”. Un hombre la llevó a la tienda. La pesadilla se volvió infierno.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó uno de ellos, que portaba chamarra naranja y tenía el rostro cubierto con un paliacate rojo.
—Doce, mintió ella, pensando que tendría piedad.
—Está bien.
Y enseguida sintió sus manos tocándola con violencia en la vagina, los pechos y el trasero. Ella temblaba sin contener el llanto. “Ni aguantas nada”, le dijo él en el oído. Después la pateó en el estómago y las nalgas. “Ni aguantas nada”.
Dos de sus compañeras también fueron llevadas a las tiendas. Al final, siete fueron agredidas sexualmente; tres de ellas, con penetración.
Anabel no sabe bien qué pasó instantes después. Lo que sí recuerda es verse de nuevo bocaabajo, en el frío, junto a sus compañeras. Los hombres fueron golpeados también. A uno de ellos, de los mayores, un agresor le colocó su pistola entre las piernas y cortó cartucho.
—¿Con que no son maricones? Pues esta noche se van a hacer.
Accionó el gatillo. La bala no salió.
Los agresores les hicieron una advertencia: “Quédense hasta las seis, porque otros más locos sí los van a matar”. Y también les dieron una explicación: “Todo por votar por ese mariconcito como presidente”.
De pronto hablaban en dialecto. “No se les entendía”, relató Anabel. Y entre ellos, una mujer: “Escuché que se reía y que uno le dijo "sosténme esto, mi amor”.
El comando se fue alrededor de la una de la mañana. Se llevaron también un Chevy y un Pontiac. Aunque el acceso oficial es solo por una puerta de candado, que abre desde hace un año don Juventino —un hombre elegido por cuatro organizaciones de ganaderos—, hay otras rutas por las que pudieron haber salido.
De acuerdo con guardias comunales de Ixtapaluca y Río Frío, a esa zona también se llega por caminos desde Tlalmanalco, Amecameca y San Martín Texmelucan. Las primeras investigaciones arrojaron que, a 200 metros del campamento, se encontraron amarres de caballos: desde ahí pudieron haber visto el campamento los agresores que, esa noche del jueves, decidieron llevar a cabo el ataque.
Siete y media de la mañana del viernes. En medio de un frío atroz, las mujeres de la jefatura ordenaron a las jovencitas y los invitados que se colocaran sus tenis, tomaran una cobija y comenzaran el descenso de siete kilómetros y medio hasta la carretera.
Ahí, algunos pobladores de la zona las encontraron llorando y tiritando de frío.
Les dieron chocolate y café caliente. Una de ellas sacó un celular que mantuvo oculto y con él, llamó a los padres de familia. La denuncia en el MP se prolongó hasta la noche.
Durante la mañana del sábado, agentes de la Procuraduría General de Justicia del Estado de México acudieron al lugar para levantar pruebas y recoger el resto de las pertenencias de los jóvenes. A kilómetros de ahí, cerca de su casa, Anabel se aferra a una ranita de peluche que le acaban de regalar sus padres y afirma que ya no quiere nada más: ni volver a ese lugar ni a otro campamento.
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